Cada mañana, el dolor me despierta
y me arrodillo ante la vida.
No para suplicar,
sino para agradecer y decir:
Mi cuerpo grita,
pero mi espíritu no se rinde.
Me levanto con la conciencia
de que este mundo no es mío,
y sin embargo,
yo le pertenezco.
A veces me siento viejo, cansado,
como si mi alma ya hubiera dado todo.
Pero hay tanto por hacer,
tantos corazones aún dormidos,
tantos silencios que necesitan
una voz que no grite, sino susurre…
Y yo soy ese susurro.
No soy sabio, ni santo.
Soy un aprendiz del amor,
un loco sin disfraz,
un tonto que se abraza a la esperanza
como quien abraza a un hijo perdido
que aún no ha regresado.
Veo mis sombras.
Las he nombrado.
Las he amado.
No porque me gusten,
sino porque son mías,
y me recuerdan que estoy vivo.
Amo mis luces también,
aunque a veces me cieguen.
Sé que no soy perfecto,
pero cada día,
me esfuerzo por ser más humano
y menos orgulloso.
La ansiedad… los sueños no cumplidos…
la crueldad que me atraviesa como cuchillo…
todo eso me ha enseñado a sentir
lo que otros callan.
Y aunque la fe a veces tiemble,
aunque la duda me muerda por dentro,
aunque el silencio sea mi único interlocutor,
yo sigo.
Porque algo más grande que yo
me sostiene.
La Fuente…
el Misterio…
la Vida misma.
Y si este es mi papel:
vivir como un forastero en su propia tierra,
entonces lo viviré con dignidad.
Como un faro.
Como un poema.
Como un fuego que no se apaga
aunque lo azote el viento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario