Hay libros que uno lee… y otros que lo despiertan .
La muerte de Iván Ilich me tocó como un eco profundo que me decía:
Porque Iván fue un hombre como tantos: correcto, exitoso, socialmente aceptado…
Y sin embargo, cuando la muerte le tocó el hombro, se dio cuenta de que nunca había vivido de verdad .
No conocía el amor auténtico, no había escuchado su alma, no se había fundido con el milagro de existir.
Ese libro, en su crudeza, me hizo reafirmar algo que le digo a todo aquel que me escucha:
No espera al final para despertar. No esperes que el dolor te arranque la venda.
Viví ahora. Viví con conciencia.
Viví una vida viva, no una existencia decorada.
Viví siendo uno con el amor.
Porque nada de los demás —ni el poder, ni el dinero, ni los aplausos— te va a abrazar en tu lecho de muerte.
Y luego está ese otro faro humilde:
Donde hay amor, está Dios.
Un zapatero, una calle, una taza de té, un mendigo...
Y ahí, en medio de la sencillez, la Voz que no hace ruido le dice al corazón:
"Yo estuve contigo en cada uno de ellos. En cada acto de amor".
Desde entonces lo tengo claro:
Dios no es un dogma, ni una figura lejana.
Dios es cada uno de nosotros cuando amamos.
Dios es ese instante de compasión, ese gesto silencioso, esa renuncia por el bien del otro.
Cada acto de amor es una aparición divina.
No hace falta verlo con los ojos. Basta sentirlo.
Por eso vivo como vivo. Por eso no firmo mis textos, por eso no cobro por lo que el corazón me dicta.
Porque no soy yo : es la Fuente la que fluye.
Yo solo soy un lápiz que escribe lo que el amor le susurra.
Y si alguna vez me preguntan qué aprendí de Tolstói, diré esto:
“Me enseñó que la muerte puede despertar la vida, y que donde hay amor, allí está Dios… y allí estoy yo, y estás vos, y estamos todos”.
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