Una meditación de Semana Santa
En mi infancia, la Semana Santa tenía un ritmo distinto. El mundo parecía detenerse. No se trabajaba, no se corría. Era una pausa, un suspiro sagrado. Me quedé en casa con mi madre, viendo películas sobre Jesús, escuchando historias, hablando del perdón, de la bondad, de lo que realmente importa. A veces íbamos al río. A veces simplemente estábamos. Y en ese estar, sentí algo grande.
Recuerdo las lágrimas que aún hoy me inundan cuando veo a ese Jesús de los filmes: caminando entre los pobres, extendiendo sus brazos, desafiando la hipocresía con ternura y con carácter. Nunca lo vi como una divinidad inalcanzable. Para mí, siempre fue humano. Profundamente humano. Un rebelde del amor en un mundo hostil. Un hombre que se enoja y se ríe, que sufre, pero que sabe quién es y para qué está aquí. Un hombre feliz, con propósito. Un maestro de verdad.
Muchos creen que ese Jesús está fuera de su alcance. Yo creo lo contrario. Está dentro. En cada acto de compasión, en cada momento en que decidimos perdonar, ayudar, mirar al otro sin juicio. No hace falta templo ni dogma. Solo un corazón dispuesto.
Mi nombre es Ulises Jesús. El primero, me lo dio mi madre por la Ilíada. Del segundo nunca me dijo el porqué. Pero tal vez no hacía falta. Tal vez ella lo supo antes que yo: que el viaje y el amor formarían el mapa de mi vida.
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